Al igual que las demás sinfonías de Mahler, la Segunda
estaría enmarcada dentro de la estética del postromanticismo, y es por ello que
se caracteriza por puntos claves de esta corriente como la exhuberancia
orquestal y los desarrollos sinfónicos desmesurados. Igualmente, se percibe en
ella la nostalgia de una época que llegaba a su fin embriaga de su propia y aún
hermosa decadencia. Pero lo más importante es que expande aspectos que se
presentaban de forma embrionaria e inhibida en la Sinfonía Nº 1 “Titán”,
convirtiéndose en la primera sinfonía genuinamente mahleriana, a partir de la
cual será posible la fascinante construcción de monumentos como la Tercera, la
Octava y La canción de la tierra.
Aunque Gustav Mahler comenzó a trabajar en su Sinfonía Nº 2
en torno a 1888, cuando contaba 28 años de edad y aún no había estrenado la
Primera, la verdadera ‘visión’ de conjunto de lo que quería crear surgiría en
1894. El 12 de febrero de ese año, el
gran director Hans von Bülow fallecía en el Cairo. Además de haber sido el
responsable de los estrenos de varias obras de Wagner, había tenido que sufrir
la humillación de ver cómo éste le arrebataba a su esposa Cosima, hija de Franz
Liszt. Escaldado del wagnerianismo, Bülow se convirtió en un ardiente defensor
de Brahms en sus últimos años, época en la que Mahler tuvo contacto con él. En
un principio, la relación no comenzó con buen pie. En 1883, el joven compositor
daba sus primeros pasos como director en el Real Teatro de Kassel, para el que
fue reclamado Bülow con motivo de un concierto. Todos los intentos de Mahler
por conocerle y manifestarle su admiración fueron inútiles, e incluyeron una
arrogante misiva por parte del legendario director. Sin embargo, años más tarde
se encontrarían en Hamburgo, donde Bülow se quedaría deslumbrado por la forma
de dirigir de Mahler y le mostraría su admiración. Sin embargo, esta amistad
sufriría un nuevo revés cuando en 1891 el compositor insistió en que escuchase
al piano Totenfeier (Funerales), un poema sinfónico que había escrito en 1888,
inspirándose en un poema del polaco Adam Mickiewicz. La reacción de Bülow al
escucharlo fue taparse los oídos y afirmar que Tristán e Isolda era una
sinfonía de Haydn en comparación con aquello. Esto causó gran desazón en el
compositor quien, sin embargo, emplearía el poema, con algunos modificaciones,
como primer movimiento de su Sinfonía Nº 2.
Paradójicamente, y a pesar de haber repudiado esta
partitura, Bülow le daría inconscientemente la clave para la concepción de la
sinfonía. Mahler asistió a sus exequias el 29 de marzo de 1894 en Hamburgo y
durante las mismas se interpretó una página coral, Aufersteh’n (Resucitarás) de
Carl Heinrich Graun, sobre unos versos de Friedrich Gottlieb Klopstock. La
impresión fue tan grande, que Mahler regresó a su casa con la idea de no sólo
concluir la nueva sinfonía que estaba escribiendo con aquellos versos, sino de
supeditarla a los mismos.
Las oscuras sensaciones
El problema de la muerte, del porqué de la vida y del más
allá, que le había afectado desde que en su niñez perdiese a varios de sus
hermanos, le angustiaba frecuentemente y había querido plasmarlo a través de su
música. Para ello había buscado inspiración en muchos lugares, incluyendo la
Biblia, pero fue su asistencia al funeral de Bülow la que le dio la clave.
Según dejó escrito: “No puedo componer música hasta que mi
experiencia pueda ser reunida en palabras. Mi exigencia de expresarme musical y
sinfónicamente sólo comienza cuando dominan las oscuras sensaciones y dominan en el umbral que conduce al otro
mundo, al mundo en el que las cosas ya no se descomponen en el tiempo y en el
espacio”.�
Mahler elaboró varios programas que fue desechando, pero sin
embargo la idea primordial de la obra perduró, esto es, el problema de la vida
y la muerte resuelto por la resurrección. Se da la circunstancia de que durante
la composición de la sinfonía, en el verano de 1893 (hay que recordar que sus
obligaciones como director le permitían componer únicamente en vacaciones)
trabajó también en su ciclo Das Knaben Wunderhorn, sobre poemas populares
recopilados por Achim von Arnim y Clemens Brentano. Aunque este poemario había
inspirado a autores como Mendelssohn, Schumann, Brahms y Zemlinsky, siempre se
suele identificar con Mahler, pues sería quien más canciones escribiese sobre
él, y además influiría en algunas de sus sinfonías, como es el caso de ésta, en
la que introduciría las canciones San Antonio de Padua predicando a los peces y
Urlicht (Luz primigenia).
En todas las sinfonías de Mahler hay un fuerte componente
autobiográfico. No hay más que recordar el adagietto de la Quinta, como
testimonio de su amor por su esposa Alma, el temor a perderla que refleja la
Novena o la sensación de que le quedaba poco tiempo de vida que confirma en La
canción de la tierra, interpolando el cansancio de su corazón entre los versos
de los poemas chinos en los que se inspiró. Tal y como admitía: “mis sinfonías
tratan a fondo el contenido de toda mi vida, he puesto dentro de ellas experiencias
y dolores, verdad y fantasía en sonidos… En mí, crear y vivir están íntimamente
unidos en mi interior”.
En la Segunda, el autor no solamente muestra sus
sentimientos a través del texto de Klopstock, sino que omite los cuatro últimos
versos de éste para añadir algunas aportaciones de su puño y letra (¡Moriré
para vivir!), y hacer por completo suya la experiencia de esa resurrección, a
través de la música. Por tanto, el empleo de la voz humana aquí (recurso sólo
empleado anteriormente por Beethoven en su Novena y por Mendelssohn en su
Sinfonía Nº 2 “Lobgesang”) resulta aquí primordial. “Era el huevo de Colón que
yo puse con la palabra y la voz en mi segunda sinfonía -escribe Mahler- y las
utilicé para hacerme comprensible. ¡Lástima que me faltaran en la Primera!”.�
Además de destacar estos motivos extramusicales, hay que
señalar que la Segunda, al igual que las demás sinfonías, es una obra de
ingeniería de la orquestación: la plantilla está formada por cuatro flautas
-una de ellas de piccolo-, dos oboes y dos corno inglés, cuatro clarinetes y
clarinete bajo, tres fagotes y un contrafagot, diez trompas, ocho trompetas,
cuatro trombones, una tuba, timbales, percusión, campanas, glockenspiel,
órgano, dos arpas y la cuerda.
La influencia de Wagner y Brukner queda latente en esta
orquestación, en la que Mahler usó amplios recursos y se anticipó al siglo XX
en cuanto a la búsqueda del color en los diferentes instrumentos y la
utilización de pequeñas combinaciones instrumentales. Para él la orquestación
era una herramienta para obtener la mayor claridad posible en las diferentes
líneas musicales. Esta obra es además, un perfecto ejemplo de la sonoridad
masiva típica de la orquesta postromántica. En cuanto a los timbres vocales, el
cuarto movimiento requiere una contralto solista, y el último, además una
soprano y un gran coro mixto.

ahy ijoo esta bn cul tu bloogg ta rechidoooatt karen
ResponderEliminarCamara mii herbaliife esta re co0qto0n tu blo0gg asii bn nice jajajaja o0k no0 le entendi de q es pero0 chiido0 miijo0